La impunidad, piedra angular del pacto

    Héctor M. Guyot LA NACION

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    El Presidente no cree en planes económicos. Se lo dijo a The Financial Times. En plena renegociación de la deuda, los acreedores se habrán sorprendido tanto como el común de los argentinos: debe ser el único líder del mundo cuyo gobierno, en medio de la pandemia, no está urgido por trazar políticas para volver a la actividad y paliar los terribles costos de la cuarentena. La declaración, además, explica la falta de rumbo de una gestión que se debate en marchas y contramarchas pautadas por las desavenencias entre el Presidente y la vice, todas resueltas en favor de la segunda con el curioso beneplácito del primero. Al menos Alberto Fernández fue sincero ante el corresponsal extranjero. Porque el único plan que el Gobierno impulsa con decisión y una coherencia digna de mejores causas es el asedio a la Justicia para garantizar la impunidad de Cristina Kirchner. Si el oficialismo tiene algún programa que no se discute, sin duda es este, piedra angular de aquel pacto que en su falta de escrúpulos cifraba los males que hoy se ciernen sobre el país.

    La embestida judicial avanza, a pesar de la pandemia e incluso gracias a ella. Hay movimientos tácticos en todos los frentes. En el Consejo de la Magistratura, el oficialismo impulsa la revisión de las designaciones de diez jueces que no parecen dispuestos a colaborar, entre ellos dos camaristas que confirmaron varios procesamientos contra Cristina Kirchner y ratificaron, en la causa de los cuadernos, la existencia de una asociación ilícita encabezada por la expresidenta. El objetivo final es voltear las causas y las pruebas que obran en ellas.

    Como Daniel Rafecas no pasa el filtro del Senado, el kirchnerismo baraja la candidatura de Víctor Abramovich para procurador general de la Nación. ¿Qué se puede esperar de un miembro de Justicia Legítima que defendió la postura del oficialismo en el debate ante la Corte Suprema por la ley de medios? La pregunta no es ociosa, sobre todo porque el país entero marcha hacia el sistema acusatorio, que disuelve el poder de los jueces y pone las investigaciones en manos de los fiscales.

    La movida más ambiciosa es la reforma judicial. Prestarse a la discusión técnica del proyecto parece una mala forma de invertir el tiempo. Aunque las falencias del sistema judicial son conocidas, aunque se aleguen las mejores razones para enderezarlo, resulta imposible, por más voluntad que se ponga, creer en las buenas intenciones de esta iniciativa. El motivo es obvio. La impulsa un gobierno cuya razón de ser es lo opuesto de lo que declama, es decir, someter a la Justicia para que en un imposible ejercicio de amnesia colectiva consagre la impunidad de la vicepresidenta, confirmando en ese acto, si llegase a ocurrir, la más rotunda defunción del Poder Judicial. Un solo dato: la reforma generará más de veinte vacantes en los juzgados. El Gobierno repite que los jueces naturales serán respetados. El país ha caído en el truco demasiadas veces, pero le sigue abriendo al lobo la puerta del gallinero.

    El golpe de gracia lo daría una ampliación de la Corte Suprema, cuya colonización permitiría acabar con las causas de corrupción desde arriba. Este asunto será tratado por una comisión de juristas y notables en la que revistaría Carlos Beraldi, el principal abogado de Cristina Kirchner en la docena de causas que se le siguen. Ha sido llamada, en un rapto de inspiración poética, “Comité para el mejoramiento de la calidad institucional de la Justicia”.

    Y allá va el país, de nuevo, acunado por bellas palabras, a revisar las reglas de juego con un kirchnerismo que desde un principio ha practicado otro juego, uno sin reglas, en el que todo vale si redunda en la expansión de un poder de vocación hegemónica que pervierte la convivencia en la diversidad y promueve la división para cancelar la posibilidad de diálogo.

    Las ideas que dice defender el kirchnerismo son tan válidas como cualquier otra. El problema, precisamente, es el modo en que ha subvertido las reglas de juego. Lo hizo en terreno propicio, empujando hasta nuevos límites la extorsión, la trampa y la mentira que ya existían en nuestra sociedad. Y lo hizo, también, ante la involuntaria complicidad de una opinión pública que fue habilitando progresivamente ese proceder al mezquinar el juicio ético o moral.

    La voluntad que se arroga la representación del pueblo no acepta límites, ni siquiera el de la ley. Si la ley molesta, si se interpone en el camino de esa voluntad, se la cambia. El kirchnerismo volvió por la impunidad, pero también para completar lo que dejó trunco. Sobran evidencias que lo confirman. Señalarlo no es hacer antikirchnerismo, sino defender un modelo democrático perfectible concebido para convivir en la diversidad sobre la base de reglas de juego firmes. Ese sistema está amenazado hoy por quienes dividen en beneficio de una elite que lleva décadas enriqueciéndose en el poder y ahora no admite ser juzgada por sus actos.

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