Una denuncia anónima al 145 reveló una situación de semi esclavitud en un viñedo del pueblo de Barrancas, en las afueras de la capital mendocina. Durante quince días trabajaron doce horas sin descanso, se endeudaban con el almacén de la finca y eran amenazados por los encargados. La historia de jornaleros que desconocían siquiera dónde estaban.
Ariel, su familia y otras familias habían llegado desde Salta atraídos por la oferta laboral que les había ofrecido el propio Víctor Manuel Quispe, el cuadrillero. El pasaje se descontaría luego de su salario. Arribaron veinte adultos y una menor de siete años. Otras cuatro personas ya residían allí desde hace un año. De los veinticuatro trabajadores, cinco eran mujeres: una está embarazada de tres meses y otra es una adolescente de 17 años. Cuando las autoridades ingresaron a la finca constataron que había veinticuatro trabajadores en sus puestos: solo la niña de siete años se encontraba en una de las habitaciones.

Los 24 vivían en unas habitaciones precarias levantadas en una frontera del campo. Se levantaban temprano. La jornada laboral comenzaba a las seis de la mañana. No terminaban antes de las ocho de la noche. Las interrupciones de descanso estaban vedadas. Eran trabajadores golondrina, la figura metafórica para clasificar a los hombres y mujeres que, como las golondrinas, migran de hábitat en la misma época del año: las aves hacia lugares cálidos por la disponibilidad de alimento, los jornaleros por las ventanas laborales según las demandas estivales. Se instalaron sobre el perímetro de la localidad de Maipú, al sureste de la capital de Mendoza. Su tarea: reacondicionar los viñedos tras el invierno para reiniciar un nuevo ciclo vegetativo.
Trabajaron solo quince días. El miércoles 29 de noviembre hubo un llamado anónimo al 145, la línea gratuita del Programa Nacional de Rescate y Acompañamiento a las Personas Damnificadas por el delito de Trata de Personas para denunciar casos de explotación de personas.
Las condiciones de los trabajadores en la finca estaban reñidas ante la ley. No hubo sorpresa genuina. Ariel -que no se llama Ariel y cuyo nombre real se preserva en esta nota- calificó la situación de “horrible, fatal, fiera”. Apeló a otro animal -no a una golondrina- para graficar su estado: “Estábamos como burros laburando”. Le pagaban 650 pesos la hora. Por día le correspondía entre 6.500 y 7.000 pesos. “El hombre estaba detrás de nosotros, delen que delen que delen. Teníamos que trabajar de lunes a domingo. Si no salíamos a trabajar no nos quería dar la mercadería ni el documento. Siempre hubo maltrato de parte de él y de esa mujer que vive ahí también. Nunca nos apoyó, nunca habló por nosotros. Nos tiró, nos dejó ahí”, relató.

Debían pagar el alquiler para vivir en condiciones de semi esclavitud. Nunca cobraron por sus labores. Se les adeudaban quince días de trabajo, pero, en una vil estrategia de sometimiento, los que debían dinero eran ellos. La finca tenía un almacén, regenteado por la esposa del cuadrillero. Los trabajadores compraban fideos, jugos, caballa, yerba. Alguien se animó a adquirir un trozo de carne, pero el peso del corte hacía de la estafa una incertidumbre. Todos los consumos quedaban anotados en un cuaderno solo fiscalizado por los dueños. Las deudas, al momento de la fiscalización, alcanzaban los treinta mil pesos promedio por cada golondrina. “Cuando les mostraron el cuaderno, los trabajadores decían que había algunas cosas que no habían comprado. Ellos tenían bien claro lo que sacaban del almacén porque, como podían, llevaban su cuenta. Había un abuso de querer cobrarles cosas que no habían consumido y a precios desorbitantes”.
Habían impartido, entienden las autoridades competentes, un sistema coercitivo de obediencia y dependencia. No tenían otro modo de subsistir que endeudándose comprando mercadería a precios arbitrarios de un único comercio manejados por los mismos perpetradores. Se le retenía el documento. Les decían que cuando pagaran la deuda, se los iban a devolver. Había un trabajador que no sabía leer ni escribir, que no sabía sumar. Había una mujer embarazada que nunca pudo ir a la salita del pueblo. “Era tal la violencia que ejercían sobre ellos… Estaban presos en una situación de vulnerabilidad extrema”, resumió la delegada.

Vivían y trabajaban en el pueblo de Barrancas, a 23 kilómetros de Mendoza Capital, en un paraje atravesado por la ruta provincial 14, al borde del río Mendoza. Pero ellos no lo sabían. Nadie sabía exactamente dónde estaban. Nadie sabía exactamente hacia dónde escapar. Por eso, tal vez, el llamado anónimo al 145. Andrea Bouzo explicó que ningún trabajador tenía consciencia de cómo podía volver a la ciudad, a la terminal, a su casa.
La niña no era explotada laboralmente, pero no estaba escolarizada y evidenciaba signos de maltrato, mala alimentación y abuso. Se activó automáticamente el protocolo para hacer un abordaje integral de su estado de salud. Decidieron internarla en el Hospital Pediátrico doctor Humberto Lotti. Al día siguiente, se desencadenó un allanamiento ordenado por el juez Marcelo Garnica y la secretaria Marcela Díaz. Gustavo Vera acreditó: “Se detectó explotación laboral y se constató que estos trabajadores estaban con retención de documentos y con retención de dinero. Había toda una manipulación. No se les dejaba salir.

16 adultos manifestaron la intención de irse inmediatamente. Otras cuatro personas lo hicieron al día siguiente del allanamiento. Los cuatro trabajadores que allí residían desde hace un año se negaron a declarar. Víctor Manuel Quispe continúa detenido en la unidad 32 del Centro de Detención Judicial Mendoza.
Constataron que la empresa se llama Agrícola José Sociedad Anónima, que en verdad operaba para otra finca, administrada por una empresa denominada Viñas de Lontué.