Ejecución penal y privilegio: el acceso a la prisión domiciliaria en casos de corrupción. Por Gabriel Iezzi

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    La sociedad argentina se encuentra atravesada por un profundo malestar frente a la posibilidad de que expresidentes y otros funcionarios públicos condenados por corrupción sistemática, en perjuicio de la administración pública, cumplan sus penas sin controles efectivos.

    La prisión domiciliaria sin controles efectivos para funcionarios públicos de alto perfil, condenados por corrupción sistemática, erosiona la confianza ciudadana, vulnera el principio de igualdad ante la ley y amenaza la legitimidad democrática. El rechazo social crece frente a un régimen que, lejos de garantizar el cumplimiento real de la pena, permite a líderes condenados mantener influencia política mientras enfrentan nuevos juicios por gravísimos hechos de corrupción.

    La ejecución penal en un Estado de Derecho exige un equilibrio complejo entre la protección de la dignidad humana del condenado y el cumplimiento de los fines retributivos y de prevención general de la pena. No obstante, la aplicación de morigeraciones en la modalidad de ejecución, específicamente la prisión domiciliaria, para figuras políticas de alto perfil condenadas por corrupción sistémica en Argentina, ha provocado una profunda controversia sociopolítica con potencialidad de escalar a una crisis de legitimidad institucional, al percibirse un trato diferencial respecto de la ciudadanía común. Este fenómeno, en lugar de reafirmar el Estado de Derecho, por cuestiones que merecen un debate mucho más profundo que la síntesis producida en esta columna, pareciera confirmar la existencia de una justicia de autor, con sanciones penales que se cumplen a la carta.

    La sociedad argentina se encuentra atravesada por un profundo malestar frente a la posibilidad de que expresidentes y otros funcionarios públicos condenados por corrupción sistemática, en perjuicio de la administración pública (ergo de la sociedad en su conjunto) cumplan sus penas, de manera morigerada o atenuada, en prisión domiciliaria sin controles efectivos. La indignación se multiplica cuando, además, estos líderes siguen procesados y enfrentan posibles nuevas condenas a través de juicios orales en curso por hechos igualmente graves, lo que refuerza la percepción de que la pena y su cumplimiento son solo cuestiones simbólicas, que, en este contexto, se alejan ostensiblemente del plano real.

    Resuena una pregunta en la opinión pública y es clara: ¿puede hablarse de cumplimiento de la pena cuando el condenado conserva capacidad de influir en la vida política nacional, a través de comunicaciones no controladas legalmente que, además, utiliza sin ambages para mantener y consolidar proyección política? Aunque algunas corrientes de pensamiento sostengan que la pena solo priva la libertad ambulatoria sin más, permítanme sugerir que en los casos donde la persona ha sido condenada por delitos de tamaña gravedad, la evidencia demuestra que, la forma en que se ejecuta la sanción penal, en el caso de algunos funcionarios públicos, dista del espíritu de la norma rectora en la materia que es la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad (Ley 24660 y sus modificatorias), cuya finalidad se haya taxativamente expuesta en el artículo primero, que dice…”La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de respetar y comprender la ley, así como también la gravedad de sus actos y de la sanción impuesta, procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad, que será parte de la rehabilitación mediante el control directo e indirecto.”

    Para que quede claro, la nota no apunta ni pretende encontrar responsabilidades por inacción judicial o de los organismos con competencia en materia post penitenciaria, como lo es la Dirección de Control y Asistencia de Ejecución Penal (organismo, que reemplazó al Patronato de Liberados) y que depende técnica y administrativamente del Tribunal de Superintendencia de la Cámara Federal de Casación, sino más bien alertar acerca del vacío legal que por carencia de protocolos procedimentales, claros y concretos los delincuentes condenados por los delitos que aquí se tratan (especialmente cuando los casos son de corrupción grave en perjuicio de la administración pública), por aplicación de leyes ya perimidas que conservan reglamentaciones de igual tenor, terminan por conformar una ventana de oportunidad que es aprovechada por los condenados en el marco del usufructo de la morigeración en la modalidad de ejecución penal, como por ejemplo acceder a la prisión domiciliaria solo por tener mas de 70 años sin complicaciones concurrentes, tal el caso de enfermedades o problemas de salud que compliquen su estadía intramuros. Pues es bien cierto que la Ley indica tal posibilidad, dejando en claro que no es un derecho del condenado, sino una atribución del Juez el conceder este beneficio.

    Entendemos que, la problemática central reside en el conflicto existente entre la aplicación literal de la Ley de Ejecución Penal (Ley 24.660) y la demanda social por una pena que sea proporcional al daño sistémico, infligido a través de delitos ligados a la corrupción. La concesión del arresto domiciliario a exfuncionarios públicos, en ocasiones, desde el primer día de cumplimiento efectivo de la condena, ha desvirtuado el propósito de la pena, transformando la reclusión legal en un espectáculo político y una tribuna pública donde la persona condenada conserva la posibilidad de efectuar, entre muchas otras actividades, también, proselitismo político.

    La corrupción que afecta a la administración pública, especialmente aquella calificada como sistémica, dista de ser un delito patrimonial común. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha destacado que la corrupción es una agresión que impacta la integralidad de los derechos humanos (civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales). El efecto más grave se observa en los grupos históricamente discriminados y en situación de pobreza, quienes son las primeras víctimas del desvío de recursos destinados a servicios esenciales y al desarrollo social; de ahí la gravedad del delito y el riesgo que implica la gestión de delincuentes condenados por su comisión.

    Esta gravedad estructural ha impulsado discusiones internacionales sobre la viabilidad de clasificar los actos criminales de corrupción sistemática como actos inhumanos de carácter similar, a la luz de lo establecido en el inciso K del Artículo 7 del Estatuto de Roma, lo que subraya la trascendencia de estos delitos para la comunidad internacional. Aunque la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción (CNUCC) y la Convención Interamericana contra la Corrupción (CICC) se basan en la enumeración de actos y no en una definición unificada , la gravedad del daño social y económico es innegable. La falta de una consideración explícita de estos delitos, tanto en las restricciones incorporadas oportunamente en la Ley 24.660 – de Ejecución Penal argentina -, como en las obligaciones para quienes accedan a la morigeración en la modalidad de ejecución penal, representa una omisión que, de hecho, se convierte en un vacío legal funcional a este tipo de delincuentes que defraudan al Estado, priorizando el beneficio individual sobre el bien jurídico tutelado.

    Prisión domiciliaria: origen y desnaturalización

    La morigeración de la ejecución penal en Argentina encuentra su fuente principal en el Artículo 10 del Código Penal, que a través de la Ley sancionada en el año 1921, entendía como un tope para el cumplimiento efectivo de la condena en prisión, la de 70 años de edad, para morigerar las condiciones de ejecución de la pena privativa de la libertad; el espíritu de la norma puede ser hallado en que, hace exactamente 104 años atrás, en nuestro país la expectativa de vida era de poco más de 50 años, por lo tanto cualquier persona que llegara a la edad tope para la morigeración de la pena no representaba un serio riesgo para la sociedad (cabe acotar solo como aporte al contexto de lo expuesto que la figura alternativa a la pena de prisión ya se encontraba presente en el Código Penal de 1886, en su art. 70, que establecía que el condenado a arresto será puesto en cárcel, policía o cuerpo de guardia, pudiendo ser arrestadas en sus propias casas las mujeres honestas, las personas ancianas o valetudinarias)

    Mas cerca en el tiempo y ya con la promulgación de la LEY 24660, en el año 1996, la prisión domiciliaria, queda determinada como una alternativa para situaciones especiales, otorgándole la facultad al Juez para disponer el cumplimiento de la pena impuesta en dicha modalidad de ejecución, ante casos de enfermedad grave, edad avanzada, maternidad o embarazo y situaciones de discapacidad que tornen inhumana la continuidad de la ejecución en establecimiento penitenciario. Su finalidad era humanizar la ejecución penal.

    Sin embargo, cuando esta morigeración en la modalidad de ejecución se aplica a connotadas figuras de la política nacional, que desempeñaron funciones públicas de carácter electivo, entre ellas el ejercicio de la máxima magistratura de un país (expresidentes condenados por corrupción), la medida se desnaturaliza. La ausencia de controles efectivos —como monitoreo electrónico no solo físico sino también del comportamiento digital del condenado, restricciones de comunicación o supervisión judicial estricta — convierte al domicilio en un espacio de comodidad y poder, más cercano a un despacho político que a una celda; pues mal que nos pese, el derecho penal establece que la pena cumple funciones retributivas, preventivas, resocializadoras y de reafirmación del orden jurídico.

    La prisión domiciliaria sin controles, contextualizados en la época que nos toca transitar, vulnera todas ellas de tal forma que la retribución no se cumple, ya que la modalidad en que se ejecuta la pena pierde proporcionalidad frente a la gravedad del delito; la prevención general no se distingue, pues el mensaje social que transmiten las actitudes de las personas en cumplimiento de la condena, parecieran indicar que la corrupción no tiene consecuencias reales; la pretendida reinserción social se aleja, toda vez que no se registra de manera objetiva ningún viso de introspección ni alejamiento del rol político, precisamente por haber sido este una de los vectores utilizados por los funcionarios públicos que, a través de cargos electivos llegaron a la comisión de diferentes delitos todos ligados a la corrupción en perjuicio de la sociedad y, finalmente, la falta de reafirmación del orden jurídico, erosionando la credibilidad del sistema judicial.

    La experiencia reciente, demuestra que, la aplicación mecánica de criterios humanitarios (como la edad o la salud), sin una adecuada ponderación de la naturaleza del crimen contra el Estado y sin un control efectivo sobre la comunicación digital y la influencia política, perpetúa la sensación de impunidad. En un país donde la percepción de la corrupción sigue siendo crítica, estancada en los índices internacionales , esta indulgencia en la ejecución penal (reitero, por falta de controles adecuados a los escenarios actuales) es interpretada como un fracaso del Estado de Derecho para aplicar el principio de igualdad ante la ley, permitiendo al condenado la continuidad en el ejercicio de influencias de carácter político, a la vez que, también socavar la necesaria disuasión simbólica.

    Uno de los aspectos más polémicos es la posibilidad de que los condenados a penas de ejecución, morigerada y en la modalidad de prisión domiciliaria, mantengan actividad en redes sociales. Mientras a los internos que cumplen sus condenas en contexto carcelario se les prohíbe (de manera completamente acertada) el acceso a la web, los exfuncionarios que cursan la ejecución penal en la modalidad de prisión domiciliaria, pueden seguir comunicándose con un número indeterminado de seguidores, con la posibilidad cierta de establecer agenda pública o influir en ella generando una asimetría difícil de justificar; mientras que un ciudadano común al ser condenado por un delito, pierde su voz (en la faz publica), el ex funcionario conforme las circunstancias descriptas, conserva la capacidad de influir en la vida política y publica de la Nación.

    La opinión pública percibe estas concesiones, como una afrenta al principio de igualdad ante la ley. La idea de que, algunos políticos que incurren en delito de corrupción nunca cumplen sus penas, se instala con fuerza, alimentando el descreimiento en las instituciones, potenciando efectos que golpean en la sociedad tales como el incremento de la desconfianza en la Justicia, a la que consideran un sistema débil frente al poder político o bien la sensación de polarización política, ya que los condenados (ex funcionarios), pueden seguir alimentando discursos de odio o victimización y quizá lo más preocupante, la normalización de la impunidad, dado que en el imaginario colectivo la corrupción deja de ser un delito grave para convertirse en un episodio más del ciclo político. En el año 2016, se presentó un proyecto de ley que proponía incorporar una excepción al Art. 32 de la Ley 24.660, estipulando que las personas mayores de 70 años condenadas por delitos enunciados en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC) quedarían exceptuadas del beneficio de la detención domiciliaria. El hecho de que estas propuestas no hayan prosperado subraya la creencia social, sobre una resistencia política e institucional a aplicar la pena efectiva a los responsables de crímenes que desvían fondos públicos, lo que profundiza la desconfianza ciudadana.

    Sin embargo, la experiencia demuestra que no está mal, dentro de la materia de ejecución penal, que una persona que haya sobrepasado el umbral cronológico de la edad adulta para ingresar en un proceso de envejecimiento progresivo, sea contemplada de manera diferente al resto, en términos de su protección o cuidado, circunstancia que debería -a mi criterio- centrarse más en la senectud que en la edad (refiero a la perdida de capacidades motoras, sensoriales o cognitivas del adulto mayor) para hacer efectiva la transición ante la condena por la comisión de un delito, de la modalidad de ejecución penitenciaria por algo mucho menos gravoso para la persona, como la ejecución penal en la modalidad de prisión domiciliaria; resta agregar que con estrictos controles, en función de la gravedad del delito cometido. Una vez en el ámbito admitido por la Justicia como alternativo a la cárcel para cumplir la condena y previo al análisis holístico efectuado por la Justicia respecto de los delitos cometidos por la persona condenada, de su impacto social y del tratamiento de ejecución que inexorablemente deberá aplicársele al condenado, se debería indagar en cuestiones propias de la realidad que en términos históricos nos toca atravesar.

    Uno de los fallos más notorios en la aplicación de la prisión domiciliaria a figuras políticas es la insuficiencia del control sobre su actividad comunicacional y digital. El control tecnológico se centra casi exclusivamente en la restricción ambulatoria, utilizando dispositivos electrónicos (pulseras) para monitorear la ubicación geográfica del condenado. Sin embargo, la Ley de Ejecución Penal y la jurisprudencia se han quedado rezagadas frente a la realidad de la influencia política en la era digital.

    Para un líder de opinión o un exjefe de Estado, la verdadera restricción efectiva de la libertad no es la geográfica, sino la comunicacional. La ley no establece límites claros para el uso de redes sociales, mensajes grabados o la coordinación política a distancia. Aunque existan protocolos internos, a nivel Penitenciario, estos están diseñados para la población carcelaria y resultan insuficientes o de difícil aplicación en el contexto de un exmandatario en una residencia privada sin los estándares de seguridad de un establecimiento carcelario. El condenado puede utilizar medios indirectos—voceros, familiares, mensajes grabados o publicaciones en plataformas como X (anteriormente Twitter) a través de terceros — para mantener su influencia. Esta práctica elude los límites directos de la pulsera electrónica o la supervisión domiciliaria; la Justicia ha sido reactiva e inconsecuente al momento de expedirse sobre si actividades como salir al balcón para saludar a la multitud o emitir grabaciones de voz constituyen un quebrantamiento del espíritu de la pena.

    La Ley 24.660 establece que la supervisión del arresto domiciliario debe ser realizada por el patronato de liberados o un servicio social calificado, prohibiendo expresamente la intervención de organismos policiales o de seguridad. Si bien esta disposición tiene como objetivo proteger los derechos de los internos en general, de la estigmatización y el abuso policial, se vuelve inadecuada cuando se aplica a figuras políticas de alto riesgo que representan un peligro de manipulación de influencias y orden público.

    El sistema de control argentino se muestra deficiente incluso en comparación con otros países de la región. Mientras que en Uruguay se implementan sistemas de control biométrico a través de funcionarios que visitan el domicilio , y en Colombia la vigilancia electrónica se presta con normalidad , el caso argentino evidencia una limitación que va más allá del seguimiento geográfico.

    La imposibilidad práctica o jurídica de lograr una desconexión total para un exjefe de Estado (lo que podría vulnerar su derecho a la comunicación personal) no debe confundirse con la prohibición de usar esa comunicación para fines de proselitismo político. El sistema judicial falla al no trazar una línea divisoria clara entre comunicación personal y actividad política. Al permitir la persistencia de la voz política del condenado a través de canales digitales sin un control efectivo, el sistema está, de hecho, ciber-morigerando la pena.

    La condena formal se reduce a un inconveniente logístico y habitacional, en lugar de una pena efectiva que exija el cese de la acción política y el aislamiento de la figura que defraudó la confianza pública. La continuidad de la capacidad de influencia política debe ser interpretada como un incumplimiento flagrante del espíritu de la pena, sujeto a medidas drásticas que contemplen incluso la revocación de la morigeración.

    La legislación de ejecución penal argentina está profundamente inspirada y obligada por tratados internacionales de derechos humanos con jerarquía constitucional (Art. 75 inc. 22 C.N.). Instrumentos como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP, Art. 10) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH, Art. 5) exigen un trato humano y establecen que la finalidad esencial de las penas debe ser la reforma y la readaptación social de los condenados.

    Las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas sobre las Medidas No Privativas de la Libertad, conocidas como Reglas de Tokio (1990), son una fuente inspiradora esencial. Su objetivo es promover alternativas al encarcelamiento bajo el principio de que la prisión debe ser la Última Ratio. La Ley 24.660 incorporó este espíritu al prever la prisión domiciliaria y la progresividad del tratamiento penal.

    Sin embargo, las Reglas de Tokio también contienen una disposición fundamental que el sistema argentino parece ignorar en estos casos de alta corrupción. La Regla 1.3 establece que su aplicación debe considerar las “condiciones políticas, económicas, sociales y culturales de cada país, así como los propósitos y objetivos de su sistema de justicia penal”. Esta disposición no es un cheque en blanco, sino un mandato de contextualización y eficacia, exigiendo que la morigeración se armonice con los fines del sistema penal.

    La colisión entre el principio humanitario (edad) y el principio de readaptación social (CADH, Art. 5) se produce porque la aplicación laxa de la morigeración a exfuncionarios de alto rango anula la función retributiva y preventiva general de la pena. Si el condenado utiliza activamente el beneficio para desacreditar a la justicia y continuar el proselitismo político , demuestra una ausencia de introspección y respeto por la ley, contraviniendo la finalidad esencial de la ejecución penal que, en nuestro país, busca la comprensión de la gravedad de los actos. La falla, por lo tanto, no reside en el reconocimiento de la dignidad, sino en la omisión de aplicar el mandato de contextualización de la Regla 1.3, que obligaría a ponderar el impacto político-social del crimen, antes de proceder a la morigeración en la modalidad de ejecución penal o bien, en las condiciones a fijar para este tipo de condenados, una vez que hayan abandonado, en este contexto, el marco de una cárcel común pasando a cumplir la pena en prisión domiciliaria.

    Procesos similares, diferente gestión del conflicto

    El expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, fue condenado por corrupción pasiva y lavado de dinero en el marco de la Operación Lava Jato. A diferencia del caso argentino, donde la prisión domiciliaria se aplica ab initio por la causal etaria, Lula da Silva cumplió en prisión efectiva 580 días, luego de lo cual su sentencia, fue anulada.

    La reclusión de Lula, incluso en medio de fuertes controversias políticas y legales sobre la parcialidad del ex juez Sergio Moro, envió una señal inequívoca a la sociedad brasileña: las más altas esferas del poder no estaban exentas del rigor de la cárcel. El sistema brasileño priorizó el principio de la igualdad ante la ley y la afirmación de la autoridad estatal mediante la reclusión visible.

    Aunque su situación posterior se vio envuelta en polémicas sobre indultos humanitarios (otorgados y posteriormente anulados) , la pena inicial se cumplió bajo estricta reclusión carcelaria. Este hecho, sin minimizar las controversias sobre los beneficios posteriores, establece un contraste rotundo con la situación en Argentina, donde la domiciliaria ab initio evita que la cárcel sea una realidad tangible para el exmandatario condenado por corrupción sistémica.

    El aspecto que contrasta con el caso argentino es la rigurosidad de la justicia francesa. El tribunal dictaminó que, incluso si Sarkozy apelaba la sentencia, tendría que ingresar a la cárcel de todos modos o iniciar el cumplimiento de la pena efectiva. Esto demuestra que, en democracias estables como Francia, la condena por corrupción de un ex jefe de Estado se valora como un acto de reafirmación democrática. La decisión judicial priorizó el cumplimiento efectivo y visible de la pena para enviar un mensaje institucional, a pesar de que el expresidente también defendía la tesis de ser víctima de un juicio de connotaciones políticas y de odio. La insistencia judicial en la reclusión efectiva (o morigeración muy estricta) subraya que el estatus político no otorga inmunidad simbólica, un mensaje que la modalidad de ejecución de prisión domiciliaria ab initio en Argentina anula.

    Primero, es necesario que el Congreso aborde sin demora la reforma de la Ley 24.660. Se debe introducir una cláusula de exclusión o una ponderación agravada que impida la aplicación automática del arresto domiciliario por causales humanitarias, particularmente la edad (siempre que no se encuentre agravada por factores propios de la senectud) cuando la condena derive de delitos graves de corrupción sistémica.

    Segundo, la Justicia debe establecer un protocolo de control digital estricto y específico para figuras de alto perfil. Este protocolo debe limitar la interacción política, el proselitismo, la emisión de mensajes grabados y el uso de redes sociales con fines de influencia partidaria. La reclusión en el domicilio debe significar el cese de la capacidad de daño político y de la influencia indebida en la vida pública de carácter nacional. La persistencia de la actividad proselitista debe ser considerada un quebrantamiento del espíritu de la pena, con la inmediata revocación del beneficio (como medida de ultima ratio).

    El desafío final para el Estado de Derecho es equilibrar la protección de los derechos humanos del condenado con la necesidad de garantizar que la pena por crímenes contra el Estado posea un peso simbólico real.

    Para combatir la corrupción sistémica, el Estado tiene la obligación de demostrar que la pérdida del poder político implica también la pérdida de los privilegios asociados. La reclusión efectiva, incluso por un periodo acotado, en un establecimiento penitenciario, es un acto de afirmación institucional esencial. La negación de la prisión domiciliaria como beneficio ab initio, envía un mensaje claro de que nadie está por encima de la ley.

    Cuando la sociedad percibe que los responsables del desvío de recursos sistémicos—crímenes que amplían la desigualdad y la pobreza —obtienen una morigeración que les permite seguir dirigiendo la vida política, la legitimidad de la justicia y de las instituciones democráticas, se desmorona. La reforma y la aplicación rigurosa de la ley no son solo necesidades jurídicas, sino imperativos éticos para restaurar la confianza social y garantizar la verdadera igualdad ante la ley.

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