La furia de Cristina Kirchner por la onda expansiva de la causa de los cuadernos

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La agenda judicial de Cristina Fernández –único plan tangible del Gobierno– empieza a exhibir contrastes. Algunos de sus planes a futuro progresan. El pedido de juicio político contra el procurador Eduardo Casal, la renuncia de la Oficina Anticorrupción a las querellas, la designación de jueces afines o la media sanción en el Senado a la modificación al Ministerio Público y el sistema para designar al jefe de los fiscales. El problema lo tendría hacia atrás: su deseo de enterrar las causas de corrupción bascula entre demoras y traspiés.

La situación no resulta inocua para el poder. Mantiene intacta la tensión con Alberto Fernández porque supone que el profesor de Derecho incumple con un compromiso electoral. Nunca reparó Cristina en los trastornos que ha provocado la pandemia. Recrudece además la embestida kirchnerista contra “los funcionarios que no funcionan”. Como definió en su primera carta pública.

La nómina, según los K, sería interminable. Se ensañan con Marcela Losardo. De las tres personas de mayor confianza de Alberto. Suponen que con un pase de magia la ministra de Justicia debería disolver el pasado de corrupción. Omiten un detalle. El viceministro es Juan Martín Mena, ex segundo de Oscar Parrilli en la AFI. Mueve diariamente influencias en Comodoro Py. Tampoco obtiene grandes resultados.

La impotencia muestra a Cristina de pésimo humor. Encerrada en el Instituto Patria buscando con desesperación artilugios para mejorar su situación. U ostentando en el Senado un poder que desdibuja al Presidente. Ocurrió con los cambios que introdujo en el proyecto del sistema previsional.

La vicepresidenta recibió tres golpes significativos. El fallo de la Sala I de la Cámara de Casación que, por dos votos contra uno, consideró constitucional la ley del arrepentido. Avaló lo que actuaron Claudio Bonadio y el fiscal Carlos Stornelli en la causa de los Cuadernos de las coimas. Imposible no vincular el efecto de tal decisión con la sentencia anterior de la Corte Suprema que declaró transitorio –pero legal– el traslado de los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi a la Cámara Federal. Como quería el kirchnerismo. A la vez, sin embargo, estimó correctos sus desempeños. Los magistrados ratificaron el procesamiento de Cristina en el escándalo de los Cuadernos. La estocada fue también la determinación de la Corte de ratificar la condena a Amado Boudou y ponerlo de nuevo en el umbral de la cárcel.

Los tres asuntos encierran múltiples efectos judiciales y políticos. El caso del ex vicepresidente no es de menor afectación para ella. Recuerda el gravísimo error político que cometió al haberlo nominado, sin consultar a nadie, en el segundo lugar del Poder Ejecutivo. Ratifica que la corrupción se derramaba desde lo alto de la pirámide. De allí la embestida K contra el fallo de la Corte que arrastró a dóciles funcionarios del Gobierno. La condena por Ciccone fue avalada en todas las instancias de la Justicia. La vieron 14 jueces. La desfachatez cristinista es incomparable.

La validación de la ley del arrepentido tiene onda expansiva. Sobrepasa la causa de los Cuadernos de las coimas. El fiscal Abel Córdoba –insospechado de antikirchnerista—validó las declaraciones de Leonardo Fariña en la causa de la Ruta del dinero K cuyo juicio llegó al pedido de prisión para Lázaro Báez. Sería la ratificación del delito precedente para la causa de la adjudicación de la obra pública, donde Cristina figura como jefa de una asociación ilícita.

Los fallos de la Cámara de Casación (Salas I y III), que legitimó a los arrepentidos y lo ocurrido en la causa de los Cuadernos, representa un debilitamiento de los argumentos que la vicepresidenta siempre esgrimió. Alberto los hizo suyos desde que se convirtió en candidato. El eje fue la victimización. Que había sido perseguida por la “mesa judicial” que le adjudica a Macri. Con causas armadas e inventadas. Todas las instancias judiciales opinaron lo contrario. Le queda recurrir a la Corte.

Nunca habría que vincular la desesperanza y la furia de Cristina con la resignación. De hecho, la presión desatada contra la Cámara de Casación fue tremenda. Contaron con el voto cantado de Ana María Figueroa. No pudieron torcer a Diego Barroetaveña y Daniel Petrone. Han puesto en marcha, desde entonces, un Plan B.

¿Forma para de ese plan la decisión del juez Marcelo Martínez de Giorgi de pedir las filmaciones públicas de los lugares donde el periodista de La Nación, Diego Cabot, revelador del caso, se reunió con la persona que le acercó los cuadernos? Habría mucho para desmenuzar en ese interrogante. Por lo pronto, representa una intimidación para el periodista y el periodismo. Una violación a dos articulados constitucionales que otorgan el derecho a la preservación de las fuentes. Sería una admonición para aquellos que poseen información secreta del poder y desean, por interés público, que se visibilice.

Las interpretaciones en torno a la conducta de Martínez de Giorgi se bifurcan. Convergen en un solo punto. El juez perseguiría dos propósitos. Convertirse a futuro en camarista. Tratar que su esposa, la magistrada Ana María Juan, aterrice en el Juzgado Federal de Hurlingham. Su pliego fue enviado al Senado por Macri en abril del 2019. No se trató. Alberto pidió la devolución de ése y otros pliegos. Reposan en la Casa Rosada.

Hay fiscales que explican que el juez hizo la movida en torno a Cabot y los cuadernos solo para congraciarse con el Gobierno y obtener la recompensa que persigue. Resulta difícil suponer que, a esta altura, las filmaciones de principio de 2019 requeridas en la zona de Vicente López tengan vida. Tampoco hay certeza de que el periodista haya recogido las evidencias de los cuadernos en ese barrio.

Existen otros miembros avezados del Poder Judicial que esgrimen otra teoría. Con visos conspirativos. Sospechan que Martínez de Giorgi conocería la existencia de las imágenes atesoradas, quizás, por la vieja guardia de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI). ¿Filmadas en su momento por ellos mismos? Renacería la vieja y espuria trama entre los topos y la Justicia. En ese mar de conjeturas siempre aflora un nombre. El de Jaime Stiusso. Si así fuera, se pretendería ensuciar la escena. Tratar de desprestigiar al periodista. Pero difícil tumbar las evidencias del escándalo.

El ardid podría complementarse con otro par de jugadas. Lograr que al menos uno de los 31 empresarios que figuran como arrepentidos se arrepientan ahora de haberlo hecho. Denuncien haber sido sometidos por Stornelli a presiones y malos tratos. Alberto esbozó casualmente la idea en los últimos días.

El remate podría estar en la nueva pericia que solicitó Carlos Beraldi, el abogado defensor de Cristina en todas las causas de corrupción. Reclamó que se hurguen las huellas dactilares de los cuadernos. También, que se verifique si no fueron escritos de corrido. En un tiempo breve. No en el lapso que declaró Oscar Centeno, el chofer de Roberto Baratta, ladero de Julio De Vido. De nuevo, el esfuerzo por demostrar una conspiración.

La furia de Cristina por no poder limpiar su pasado resulta transmitida al Presidente. En ese punto parece sentirse atrapado. Forzado a dar explicaciones insólitas. Alberto dijo que la ley del arrepentido representa casi una transacción comercial. El fiscal atenuaría las penas –según él– a aquellos que confiesen todo lo que resulte funcional a una investigación. Soslaya que las declaraciones se hacen delante del abogado defensor. Deben ser consecuentes con las pruebas. De lo contrario, el arrepentido sufriría penas mayores a las que le correspondería como partícipe de cualquier delito.

Atento al libreto diagramado por Cristina, el Presidente recita un desarrollo histórico arbitrario de la ley del arrepentido. Dijo que fue sancionada simultáneamente en la Argentina, Ecuador y Brasil sólo para perseguir a opositores políticos. Relato en estado puro. El Lava Jato cumple en el país vecino seis años y mantiene a 150 condenados, entre políticos y empresarios. Figura Marcelo Odebrecht, cabeza de la empresa constructora más importante de América.

Tampoco aquellas tres naciones son las únicas que apelaron a esa norma para combatir la corrupción. En Perú dos mandatarios (Ollanta Humala y Pedro Kuczynski) debieron irse por esa razón. Otro, Alan García, se suicidó cuando iba a ser arrestado. Un cuarto, Alejandro Toledo, tiene pedido de extradición. Reside en Bélgica. La norma rige además en países como Francia, Italia, Suiza, Alemania y Austria.

La conducta presidencial se contradice con uno de sus postulados principales repetidos en campaña y al asumir. Habló de restaurar la confianza en el Poder Judicial. Como una de las claves para intentar mejorar el orden institucional. Eso no sucederá mientras el Gobierno no deje de hacer lo que hace.

En el caso de la corrupción no existen dudas de que se pretende la impunidad de la vicepresidenta. Hay más. La prepotencia de la Casa Rosada contra Horacio Rodríguez Larreta por la poda de fondos de coparticipación forzó al jefe de la Ciudad a buscar protección en la Corte Suprema. Significa, objetivamente, otro fracaso de la política. La repartija del dinero del Estado resulta siempre un motivo de conflicto. El problema es la manera de saldarlo.

Rodríguez Larreta estaba abierto a una negociación con el Presidente. Conocía que el reclamo iba a llegar. Pero esa negociación nunca pudo alumbrar por la interferencia de Cristina. Ella solo sabe mangonear el látigo.

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