Una dirigencia política desubicada. Por Julio Bárbaro

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    El Gobierno estaba necesitado de un éxito, el talento no le daba para un logro pacificador y eligió exacerbar un encono.

    Cuando la esperanza es propiedad de los fanáticos, se vuelve inasible para el resto de los mortales y la angustia impera en esos tiempos. Hace años que la dirigencia intenta transmitir una bonanza que no va más lejos de su propia vivencia y la sociedad ya es consciente de ese atroz malentendido por el que los que gobiernan dirimen culpas y terminan ensayando su silencio ante el dolor inexplicable de la dura realidad. Ya hablan poco y entenderlos cuesta, o convocan a debates que hubieran podido posponerse para cuando algunas urgencias estuvieran al menos encaminadas como el aborto o la reforma de la justicia. Para no hablar de la defensa empedernida de personajes menores absolutamente indefendibles. “Rescatando al soldado Boudou” pareciera un intento desesperado de evitar el avance de la realidad sobre la demencia suponiendo que esa trinchera indefendible inaugura un tiempo justiciero que los incluye como reos.

    Hay dos grupos de pertenencia que llaman la atención: los ricos de izquierda y los pobres conservadores. Rico de izquierda es casi siempre alguien que hizo plata después de haber profesado el marxismo u otros dogmas que lo marcaron, utilizó sus conocimientos políticos para los negociados, pudo acumular y no adscribió a la convicción que le correspondía por sus cuentas bancarias. Hay muchos, algunos muy ricos, que se siguen asumiendo marxistas y no suelen ser muy solidarios con la necesidad ajena. Las ideologías no definen conductas, mucho menos asignan talento y pocas veces expresan coherencia. Otra tribu son los pobres conservadores, algunos muy pobres y muy conservadores, como si una cosa no tuviera que ver con la otra. No cuestionan la concentración de la riqueza ni la ausencia de políticas redistributivas, como si ellas no tuvieran nada que ver con sus urgencias. Son pobres pero honrados, frase que no dice nada, pero cada quien se defiende de sus frustraciones como mejor puede. Aceptemos que la política no les deja una opción digna que los contenga y les permita superar el duro “síndrome de Estocolmo”. Los ricos armaron una teoría para justificar la miseria que generan basada en la corrupción minorista y ajena, habiendo organizado con las privatizaciones una estafa legal a pura coima legislativa. Vive aún el empresario que me confundió al decirme: “Ahora ya no habrá más bolsos de dinero, ahora viene la producción”.

    Hace cuarenta y seis años los pobres rondaban el millón, hoy son veinte millones, siendo las privatizaciones de los servicios públicos la única causa que se corresponde con la etapa y los resultados. Fue el robo de las propiedades de todos con el cuento de que el Estado es mal administrador, y ahora estos nuevos propietarios no paran de acumular divisas que necesitan llevar al extranjero. Se llevan más de lo que generamos como sociedad y hay que pedir prestado para satisfacer su corrupta codicia. En no alterar esa dependencia coinciden tanto los que se fueron como los que vinieron. Se intenta reivindicar a Boudou por haber terminado con las jubilaciones privadas, pero tal mérito no basta. Es cierto que eran una estafa y además, no lograban sostener ese robo en el que el Estado pagaba y los privados cobraban. En síntesis, una estafa camuflada de “privatización”. Hay otras rentas que los dirigentes actuales no cuestionan, solo por ser parte de sus ganancias. Cada vez que leemos que extienden una concesión, podemos imaginar de qué ganancias hablan quienes las concedieron. Pasé tres días sin luz, lo mismo que cuando era del Estado, solo que ahora pago una boleta exorbitancia e imagino que los supuestos “inversores” son parte de los gobiernos. Los que lo son, los que lo fueron antes, como rezaba la Marcha del Estudiante. Fuimos dueños de una industria que nos permitía exportar locomotoras, hubo alguien que en nombre del peronismo se ocupó de importar durmientes.

    Ingresamos en una cuarentena estricta con cincuenta muertos por día y salimos cuando superaban los trescientos. Dejamos un año sin clases presenciales, aunque nuestra cuarentena, a diferencia de la europea, coincidió con el período invernal. Amontonamos a ciudadanos en un velatorio que merecía ser de todos, no lo niego, pero que requería una organización más racional. Por último, en mi opinión, el debate de la Justicia y el aborto imperan sobre una agenda del poder lejana a las necesidades de los ciudadanos.

    Perón vino a pacificar, a intentar el encuentro de los argentinos. La guerrilla lo desafío con la confrontación y, sobre ese resentimiento fracasado, se construyó el “kirchnerismo”. En la difícil ni hablaron de derechos humanos, ahora se ocupan de homenajear la dignidad de los deudos como si las virtudes generaran contagio tardío. Hoy ese antiperonismo nos degrada como pensamiento político a la par que nos induce al fracaso como sociedad, triste expresión de sus propios límites. Tal vez se sienta vencedor.

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