La manera exótica con que el Gobierno usa las dos piernas al caminar. Por Ernesto Tenembaum

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    Los avances y retrocesos de algunas medidas evidencian la coexistencia de miradas muy distintas dentro del Frente de Todos. Pero esta dinámica podría generar altos costos para la economía argentina

    En el año 2016, el actual ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, publicó un libro llamado Los tres kirchnerismos. Era un trabajo muy interesante porque intentaba explicar cuáles habían sido los puntos débiles de la gestión económica, a la que, al mismo tiempo, le reconocía muchos méritos y le adjudicaba falencias muy relevantes. “Aversión a la planificación”, “exceso de ideologismo”, “dificultad para pensar liderazgos fuera del matrimonio Kirchner”, son algunas de las expresiones que se pueden leer en ese texto en el que recorre de manera crítica la gestión en el área inflacionaria, energética, cambiaria, comercial e, incluso, en la relación con los sectores de poder. El balance de Kulfas de aquellos doce años era por lejos positivo, pero convivía con cierta pena por los resultados de tantos desmanejos. En esos tiempos, el presidente Alberto Fernández escribió un texto sobre los problemas del progresismo latinoamericano, que incluye un párrafo revelador: “El progresismo no reclama acciones rupturistas ni requiere declarar la guerra a los poderosos. Reclama sensatez en el manejo de las cuentas del Estado y un profundo compromiso a favor de los sectores más desposeídos de nuestra comunidad”.

    Esos trabajos reflejan una búsqueda que se empezó a producir en el peronismo cuando existía una poderosa tercera vía, que había roto con Cristina Kirchner pero no se dejaba seducir por Mauricio Macri. Algo de aquella búsqueda de un camino alternativo se manifestó en dos episodios que ocurrieron esta semana. El primero fue una declaración de Alberto Fernández al diario Clarín. “Hay sectores del Frente de Todos que sueñan con una revolución. No representan mis ideas”. El segundo episodio fue la resolución del conflicto con el sector agropecuario tras el cierre de las exportaciones de maíz. Lo que parecía escalar hacia niveles absurdos terminó con un acuerdo en una mesa de negociación. En otros tiempos, hubiera pasado otra cosa.

    Desde el mismo momento en que se supo que Cristina Kirchner había designado a Alberto Fernández como candidato a presidente se instaló un debate acerca de cómo sería la relación entre ellos. “Él será el silenciador de los disparos de ella”, me dijo en esos días un colega muy influyente. Albertítere, fue el hashtag que la oposición impuso en las redes sociales. En síntesis, muchas personas sostenían que Fernández era una propuesta moderada para ganar las elecciones y después instalar un régimen parecido al previo al 2015. En sentido contrario, muchas personas opinaban que la elección de Fernández como candidato reflejaba un aprendizaje sobre los errores cometidos. Los hechos ocurridos desde entonces permiten pensar que la convivencia entre los unos y los otros dio a luz un proceso intrincado, complejo, muy difícil de simplificar.

    El conflicto alrededor de la exportación de maíz es un ejemplo de cómo han funcionado estas cosas, muchas veces. Argentina tiene un problema muy serio desde hace décadas. Cuando crecen los precios de los alimentos en el mundo, los productores celebran porque les aumenta el margen de ganancia y para el país es un alivio porque llegan más divisas. Pero, al mismo tiempo, ese aumento se traslada al mercado interno, lo que genera inflación y un gran perjuicio para los sectores más humildes. Lo lógico es que cuando pasa esto, haya un acuerdo. En la Argentina eso es difícil de conseguir.

    A lo largo de las décadas, esa buena noticia –el aumento del precio internacional de los alimentos- terminó siempre mal. El Estado intervenía. El sector agropecuario reaccionaba con sus armas. Y, al final, había inflación, desabastecimiento o ambas cosas. Todos perdían, más allá de quién tuviera razón.

    Hace algunas semanas, ante la eventualidad de que el mercado interno se quedara sin maíz, el gobierno nacional decidió cerrar las exportaciones de ese producto. El sector agropecuario decidió iniciar un paro de 72 horas con posibilidad de extenderlo en el tiempo. Pero, cuando la tensión parecía escalar, el Gobierno decidió dejar sin efecto la medida y volver a fojas cero. Finalmente, parecen haber ganado los moderados de ambos lados, lo que supone una noticia razonable. Pero, en el medio, hubo un nuevo conflicto que alimentó los fantasmas históricos que rodean al tema. Ahora parece que el conflicto se tramitará a través del Consejo Agropecuario Argentino, que es el organismo creado por este Gobierno para explorar la posibilidad de encontrar caminos comunes con los productores agropecuarios.

    O sea, la dinámica fue así: hay un problema, se toma una medida extrema, eso genera una reacción y finalmente se instala un clima de diálogo. Es una diferencia respecto de lo que pasaba en otros tiempos, pero, en el medio, sigue vigente la amenaza de ruptura. De uno y otro lado, hay quienes descreen de un camino de acuerdo y solo esperan que los moderados fracasen para hacer sonar los clarines de guerra.

    Como siempre, para que triunfe la moderación, debe haber interlocutores de ambas partes. El ministro de economía, Martín Guzmán, lo explicó de esta manera: “Poner todos una parte, para ver cómo alcanzamos el entendimiento en lugar de la confrontación, pero el entendimiento se tiene que dar en un lugar donde todos nos podamos beneficiar, y no que haya un sector que gana y el resto de la sociedad pierde”. ¿Los habrá? ¿Existen dirigentes agropecuarios capaces de entender que un shock favorable no debe perjudicar al resto de la sociedad? Si no los hay, tarde o temprano volverán a ganar los que defienden posiciones radicales dentro del peronismo, y eso alimentará al activismo del otro lado.

    La misma dinámica se ha repetido en muchas ocasiones: ante un problema el Gobierno arranca por una posición extrema, eso genera resistencia dentro del Gobierno o de la sociedad civil, y entonces retrocede o congela su iniciativa. El conflicto con Vicentín siguió una lógica similar, como los intentos de aliviar la situación de los ex funcionarios condenados por hechos de corrupción o las diversas iniciativas en el frente judicial. No siempre las cosas suceden de la misma manera. A veces es al revés, como en la disputa con el gobierno porteño: Fernández arrancó con un acercamiento y terminó con una ruptura.

    El tema, entonces, no es que Cristina Kirchner maneje a Alberto Fernández, sino que existe una dinámica, en muchas decisiones centrales del Gobierno, donde hay una interacción entre una mirada y la otra, que a veces coinciden pero otras veces son muy distintas. En estos días, por ejemplo, la nafta ha aumentado muy por encima de la inflación. Pero las tarifas de las empresas de telecomunicaciones muy por debajo. Por su parte, a las prepagas se le autorizó un aumento menor que luego se anuló. Y las tarifas de gas y electricidad permanecen congeladas, pese al aumento inflacionario y a que, muchas veces, distintos funcionarios anunciaron que aumentarían o que, al menos, lo harían segmentadamente.

    Todos esos dimes y diretes obedecen a la convivencia entre miradas distintas. A veces gana una postura más radical, a veces una más negociadora, a veces uno o la otra, en momentos distintos. Alguien puede argumentar con todo derecho que así funcionan los frentes. La pregunta central es: ¿así funciona la economía? ¿Alguien ha planificado la evolución de cada uno de esos precios o son meramente producto del tira y afloje de sectores internos y eso provocará un costo alto para la economía argentina, una vez más?

    Es una experiencia interesante de convivencia entre sectores que, según el propio Presidente, “sueñan con la revolución”, y los que lidera él mismo, que no comparten ese sueño. Si funciona, todo bien. Pero, ¿y si no ocurre eso? Las revoluciones, aun las triunfantes, han generado dolor, exilio y muerte. Tal vez sea más inteligente explorar otros recorridos, menos pretenciosos y dañinos. Pero esa es, también, una apuesta difícil. Demasiadas personas en este país tienen sueños alocados, pasiones desbordantes y verdades reveladas.

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