Una gestión paralizada y un gobierno sin iniciativa. Por Sergio Berensztein

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    Alberto Fernández tiene la lapicera, pero no cuenta con los apoyos políticos necesarios para terminar de relanzar la gestión independizándose del kirchnerismo. En un marco como el actual, las atribuciones del hiperpresidencialismo argentino han demostrado servir de poco.

    La realidad política y las peleas en el Frente de Todos están testeando los límites de nuestro presidencialismo, como si se tratara de un gran ensayo de laboratorio para la Ciencia Política. Tantas veces esta disciplina se ha encargado de precisar las características del hiperpresidencialismo argentino, con un mandatario que administra cuantiosos recursos presupuestarios y cuenta con amplias atribuciones constitucionales: DNU, veto total y parcial, iniciativa legislativa, discrecionalidad para nombrar y remover a los ministros, incluyendo el jefe de gabinete.

    Sin embargo, todos estos poderes terminan siendo superfluos en el contexto actual, en el que el presidente Alberto Fernández se encuentra cuestionado y aislado. El debilitamiento es tal que, si no reconstruye una fórmula de gobernabilidad efectiva (con sus viejos socios del kirchnerismo o con otros nuevos), la gestión corre el riesgo de tornarse muy compleja en lo que resta de su mandato.

    El “albertismo” prácticamente no posee representantes puros en el Congreso. Que se identifiquen enteramente con el presidente Alberto Fernández probablemente solo haya dos: Victoria Tolosa Paz, la esposa de su amigo Enrique “Pepe” Albistur, y Leandro Santoro, proveniente del radicalismo alfonsinista de la Ciudad de Buenos Aires.

    Tampoco hay gobernadores “albertistas”: cuando el presidente se refirió desde Europa a su reelección, el único que salió a apoyarla (muy tibiamente) fue el gobernador de Tierra del Fuego, Gustavo Melella. El resto permaneció en silencio. En el acto que se realizó en la UOCRA hace diez días, junto al presidente Fernández se mostró Sergio Uñac, y el sábado en Chaco estuvo Jorge Capitanich. A pesar de estos gestos, ninguno puede ser categorizado como “albertista”. Ambos poseen peso político propio e intentan posicionarse en un lugar neutral, en el medio de las peleas del FDT (sobre todo el sanjuanino), con aspiraciones de cara a 2023.

    Entre intendentes y sindicalistas, el mandatario parece contar con más apoyos (Héctor Daer, Antonio Caló), sin que tampoco exista un enérgico respaldo. Sin duda, la acumulación de fracasos (principalmente en materia económica, pero no solamente) genera incentivos para despegarse del gobierno; no para defender la gestión y sus magros resultados, y mucho menos para apoyar abiertamente una eventual relección. Conclusión: el aislamiento se observa en las múltiples dimensiones de la política.

    En esta línea, los atributos político-institucionales son condición necesaria pero no suficiente para poder gobernar. De hecho, la virtual parálisis del Congreso no solo pone de manifiesto la disfuncionalidad del actual Poder Legislativo, sino también el debilitamiento y aislamiento del Poder Ejecutivo, que no cuenta con la capacidad política de darle impulso a proyectos propios y negociar con múltiples espacios (incluyendo a sus supuestos aliados, que pueden oponerse con mayor firmeza, como sucedió con el acuerdo con el FMI).

    Basta ver lo que viene sucediendo con un órgano estratégico: la Procuraduría General de la Nación. El candidato de Alberto Fernández siempre fue Daniel Rafecas, sin embargo, en todo este tiempo no logró los consensos mínimos ni con el kirchnerismo ni con la oposición para avanzar en su nombramiento.

    Este debilitamiento también le impide al presidente atacar problemas complejos, como sucede evidentemente con la inflación. Así como antes, por diferencias ideológicas, Alberto Fernández y el ministro Martín Guzmán no podían desplegar medidas más consistentes para resolver este flagelo; ahora tampoco pueden hacerlo porque no tienen la fortaleza política que se necesita para impulsar este tipo de acciones, que necesitan ser coordinadas entre múltiples áreas y sostenidas discursivamente con profunda convicción.

    Alberto Fernández tiene la lapicera, pero no cuenta con los apoyos políticos necesarios para terminar de relanzar la gestión independizándose del kirchnerismo que le ha soltado la mano (sin nunca dársela demasiado fuerte). En un marco como el actual, las atribuciones del hiperpresidencialismo argentino han demostrado servir de poco.

    Lo que termina sucediendo es que el virtual quiebre del FDT paraliza la gestión y el gobierno ha perdido toda iniciativa, convirtiéndose en un relator de la realidad (¿hace cuánto insiste el presidente habla de los problemas de la justicia y su vocación de reformarla sin que nada nuevo suceda?). Hoy todos los objetivos de corto plazo (los de largo plazo no existen) pasan por tratar de contener los grandes problemas (narcotráfico, inseguridad, inflación, pobreza, salarios, falta de dólares) y no buscar soluciones de fondo. En la mayoría de los casos, dicha “contención” también termina fracasando.

    En el primer año y medio, la Casa Rosada generaba la expectativa de que el “albertismo” podía implicar un proceso progresivo de autonomía respecto de Cristina Kirchner, con la construcción de una coalición más amplia y federal, probablemente con un mayor peso de los gobernadores peronistas. Suposiciones que por supuesto nunca se cumplieron. Hoy todas esas expectativas se han borrado. Este nuevo “albertismo”, que en realidad nunca terminó de nacer como tal, es apenas el boceto de un proyecto fallido.

    Esto permite reinterpretar las palabras que el presidente emitió el sábado en Chaco, insinuando que, si el FDT se divide, Mauricio Macri podría volver a ser presidente. Trata de mantener la apariencia de que la coalición no se desintegró, porque de ser así esto facilitaría el triunfo de la oposición. ¿La unidad, entonces, es solo con fines electorales? Mientras tanto, en lo que hace al día a día de la gestión, sus socios kirchneristas del FDT hace tiempo que decidieron diferenciarse y tomar distancia. Como si fuera poco, el ministerio Jorge Ferraresi, le agrega una cuota de dramatismo con una confesión inusitada: “si perdemos, algunos vamos a ir presos y otros a dar clases a las universidades”. Extraña manera de convocar a la unidad.

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