Vigilar góndolas no frena la inflación y Massa lo sabe: sus motivos son más sutiles. Por Diego Dillenberger

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    El gobierno sabe que tanto los precios máximos como las patotas de sindicalistas y piqueteros no funcionan. Pero detrás de esa insistencia en recetas fracasadas hay una fina estrategia de comunicación para desviar la culpa por la inflación.

    Sergio Massa no inventó nada nuevo: el emperador romano Diocleciano, en el siglo III, emitió el primer decreto de precios máximos, Edictum de Pretiis Rerum Venalium. El actual ministro de Economía cambió los Precios Cuidados por Precios Justos. Se podría decir a favor del jefe del Palacio de Hacienda que honró una práctica milenaria.

    Desde Nerón, sus antecesores tenían la mala costumbre de ir cambiando la plata en la aleación de sus monedas por metales más baratos. A veces, directamente, les hacían una “raspadita” y se iban quedando con el metal precioso y las volvían a poner en circulación. Cualquier semejanza con la impresión de billetes sin valor para tapar el déficit fiscal, no es mera casualidad.

    Hoy la Casa de Moneda no da abasto para imprimir los billetes de 1000 pesos que valen menos de tres dólares y los está importando de Brasil y España: la famosa Casa de Papel de Madrid de la serie de streaming trabaja a full para satisfacer la necesidad de billetes del gobierno argentino que recién ahora está pensando emitir un papel de mayor denominación. ¿Y la sustitución de importaciones? Ahí anda…

    Ante semejante inundación de dinero, los antiguos romanos, cómo hoy los argentinos con su ancestral preferencia por el dólar, ya se habían dado cuenta del truco que les hacían sus gobiernos, y solo aceptaban oro o plata.

    Así las cosas, en la antigua Roma los precios no paraban de subir en denarios para mantener su valor en plata. Esto pasaba hace dos mil años. Cualquier intento del actual gobernador bonaerense, Axel Kicillof -un fanático “keynesiano”- por insistir en este asunto de que la emisión descontrolada no genera inflación quedó refutado hace hace dos siglos.

    Tampoco el secretario de Comercio de Massa, Matías Tombolini, tuvo una idea demasiado innovadora mandando a los sindicalistas camioneros -rama Logística- o a los piqueteros kirchneristas de Juan Grabois a controlar supermercados y centros de distribución de empresas.

    En la Revolución Francesa, los enragés -los furiosos- se organizaban para controlar los almacenes y buscar “acaparadores” y “especuladores”: era una suerte de “versión 1.0″ de la app de Precios Justos que lanzó el Ministerio de Economía para que todo aquel que quisiese pudiera denunciar de manera “colaborativa” violaciones a los precios pactados con las empresas.

    Los panaderos y almaceneros parisinos del siglo XVIII tenían esa mala costumbre milenaria de no querer trabajar a pérdida, y, antes que perder, no vendían nada. Unos cuantos terminaron sus vidas guillotinados. Resultado: con cada cabeza que rodaba, bajaba la producción y comercialización de trigo, harina y pan, y los precios… subían más.

    Los enragés cobraban una recompensa directa del gobierno por su tarea de control que equivalía a la multa que le aplicaban al panadero. La app de Massa no da ni “vidas”, ni “gemas”, ni “puntos” o “millas”, como otras aplicaciones móviles que van recompensando al usuario a medida que la usan.

    ¿Podría ser una idea para Tombolini esto de que la app recompense con millas por cada denuncia?

    Convengamos que una visita de los legionarios del “general” Oscar Borda, cacique de los sindicalistas camioneros rama Logística y mano derecha de Pablo Moyano, es hoy bastante más civilizada que las patotas de los “furiosos” parisinos que destruían las panaderías.

    Sergio Massa es un político pragmático y solía tener relación cordial con el mundo empresario. ¿Por qué haría el tigrense algo que no le funcionó a Diocleciano hace dos mil años ni a los jacobinos de la Revolución Francesa, hace 250 años, ni hace medio siglo a Juan Domingo Perón con José Ber Gelbard, el “ministro de Economía favorito” de Cristina Kirchner? Tampoco le funcionó hace diez años a Axel Kicillof cuando fue ministro de Economía de Cristina, para no ir tan lejos.

    La respuesta: no hace falta hurgar en los libros de economía para entender tanto empecinamiento en recetas fracasadas. Se trata de la más fina estrategia de comunicación. Las encuestas están mostrando cómo la gran mayoría de los argentinos identifican al gobierno como principal responsable de la inflación galopante que generó más de 40 por ciento de pobreza y ubica al país en un triste cuarto lugar en el mundo. ¡Ni siquiera el consuelo de quedarnos con otra copa mundial!

    Según D’Alessio, IROL Berenzstein, es más de 70 por ciento a nivel nacional la proporción de argentinos que entendieron que la inflación es resultado de la política económica del gobierno. En la provincia de Buenos Aires, gobernada por el “keynesiano” Axel Kicillof, casi el 60 por ciento ve al gobierno como el culpable, según la encuestadora Circuitos.

    Massa sabe que las legiones sindicales y los furiosos piqueteros no van a cambiar nada en cuanto a la inflación. Pero cumplen con esa estrategia clave del kirchnerismo que opera en el terreno de lo simbólico y no en el campo económico: desviar la culpa hacia las empresas. Es parte de la misma estrategia de Precios Cuidados, ahora rebautizados “Justos”: no alcanza señalar con el dedo, como ya lo viene haciendo el presidente Alberto Fernández. No resulta creíble.

    La escenificación del control de precios para las cámaras de TV, y ahora la app que convierte a todo ciudadano en un vigilante de góndolas, tienen un mensaje subliminal que apunta a conservar ese 30 por ciento de votantes que todavía quiere creerle al gobierno, según los encuestadores: “El estado te cuida de los malos empresarios que te quieren cobrar precios injustos”.

    Al haberle cambiado el nombre de “cuidados” a “justos”, Massa evitó una triste efemérides que se hubiese cumplido el 1 de enero: los nueve años del Programa Precios Cuidados. La realidad es que ese programa lanzado por Kicillof no pudo cuidar nada: en estos años la inflación de los precios controlados superó el mil por ciento (1.000%).

    El kirchnerismo contó con el apoyo involuntario del anterior gobierno de Mauricio Macri, que, en lugar de transparentar la situación, decidió continuar el programa de Kicilloff y hasta le mantuvo el nombre. Massa fue más audaz: lo rebautizó y lanzó la app.

    Pero el control de precios también cuenta con la ayuda involuntaria de las propias empresas que podrían hacerse cargo de su rol en la sociedad y explicar mejor que esas estrategias de precios justos, cuidados, máximos, acordados o como se llame la versión siglo XXI del Edicto de Diocleciano no va a bajar la inflación crónica que destruye a la Argentina desde hace más de dos décadas.

    Los empresarios delegan esa misión en la oposición política para que explique, pero la oposición de Juntos por el Cambio está concentrada en sus temas: internas políticas y marketing electoral playero y habrá que ver si esta vez planteará un diagnóstico más descarnado durante la inminente campaña electoral: excepto el caso del economista Javier Milei, no explican cómo reemplazarían el control de precios con el mecanismo que funciona en el 99 por ciento de los países: la oferta y la demanda.

    Una encuesta a un panel de encuestadores, consultores políticos y directivos de Asuntos Públicos de empresas de la revista Imagen de la semana pasada indica que los asesores de los propios políticos creen que es más probable que las campañas de cara a las presidenciales de este año no difieran demasiado del marketing electoral “clásico”, que trata de explicar lo menos posible.

    Y las empresas argentinas están en inmejorable posición para hacerse escuchar y desbaratar la estrategia de comunicación que las señala ante el electorado que todavía le queda al Frente de Todos de que no son los culpables de la inflación: esta semana se conoció el nuevo Barómetro de Confianza 2023 que elabora a nivel mundial la consultora Edelman desde hace más de dos décadas y presenta en el Foro Económico de Davos.

    Según el índice que ya es una biblia para las empresas y la política en todo el mundo, la Argentina, después de Sudáfrica, es el país con mayor brecha del mundo entre la confianza en las empresas por sobre el gobierno, con 32 puntos. Traducido: 20 por ciento de los argentinos confían en el gobierno, contra 52 por ciento que le creen más a las empresas.

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